Miedo a lo desconocido

Hace tiempo ya que nuestras calles se empezaron a poblar de gentes diferentes a nosotros. Hace tiempo que compartimos nuestro espacio vital, tan sosegado y tranquilo, tan apacible y metódico, con personas que provienen de los lugares más recónditos del planeta. Asistimos, casi con absoluta normalidad, al desastre humano que nos ofrece el desembarco en nuestras costas de emigrantes que buscan, con desesperación, huir de sus lugares de origen, rumbo al paraíso terrenal que para ellos es Europa, al precio que sea, incluso al precio de su propia vida. Un asalto brutal. Una invasión meditada y necesaria, a cambio del salto cualitativo que la economía española vive desde hace más de una década.

Las gentes que llegan a nuestros pueblos son,  en su mayoría, morenos, bajitos y enjutos, con rasgos indígenas de nuestra querida Iberoamérica, hermanos de sangre por mucho que nos empeñemos en lo contrario. Otros, provienen del lejano oriente, los menos, y nos regalan una imagen simplista y fantástica, a la vez, de relatos exóticos en el país de las mil maravillas. Casi no destacan en este maremagnun los que provienen del norte de Europa; altos y rubios, ellas, como las turistas de película de los años 60. Y entre todos ellos, nos asombran y nos llenan de temor los que provienen del norte de África.

Muchas son las razones que tenemos los españoles para sentirnos recelosos con los moros. Imágenes y leyendas de un tiempo ido. De un tiempo en el que los soldados iban al magreb a prestar el servicio militar. De guerras sangrientas en el rif, donde lucharon nuestros abuelos. Miedo a una cultura diferente, a una religión y unas costumbres que no dejan de asombrarnos, miedo al color con que les viste la pobreza mientras nos cruzamos con ellos a la salida de misa los domingos enfundados en nuestro mejor traje.

Es cierto que hay un aumento preocupante de la llegada de emigrantes, pero no es sólo eso, también hay preocupación por saber quien va a recoger nuestras cosechas o quien se va a convertir en peón de brega en las obras. Los españoles, por desgracia, cada vez somos menos, y por fortuna, cada vez vivimos mejor. Ambas cosas son incompatibles y es lógico deducir que alguien tendrá que trabajar por nosotros si queremos seguir manteniendo el mismo nivel de vida. Nos preocupa sobretodo vivir bien y trabajar poco, y nos molesta que la moneda de cambio de ese estado del bienestar sea la imagen de los desarrapados de la tierra mezclándose entre nosotros sin ninguna consideración, sin pensar que detrás de cada uno de ellos se esconde un problema humano sangrante.

Los emigrantes, en su mayoría, son exiliados. Gentes sin hogar, a menudo con una terrible historia a sus espaldas, la mirada de los desheredados que se nos cuela en nuestras vidas e irrumpe en la tranquila rutina cercenándola con temor. Un temor que nace del desconocimiento y nos provoca ese rechazo racista, que no xenófobo, por el que es diferente en todo. Un racismo basado en la pobreza y la miseria humana que les rodea.

Antaño ese mismo temor existía hacia los gitanos e incluso hacia los andaluces pobres que convivían con nosotros en días de vendimia. El mismo temor con que nos miraban a los castellano manchegos en las regiones y países donde íbamos a trabajar por el hecho de ser diferentes y buscar un trabajo digno. Rodeados a veces, de la misma miseria con la que ahora nos invaden los que son más pobres que nosotros, mientras se nos cae la baba diciendo que somos europeos y admiramos a nuestros socios comunitarios en su finura y su cultura tolerante.

No somos conscientes de que para estos emigrantes que tanto miedo nos causan nosotros representamos el Primer Mundo, la gloria y la panacea unidas. Algo que ni siquiera existe en el país más rico del continente de donde proceden. Se asombran de nuestras casas, de ver correr el agua en nuestras fuentes y, sobretodo, se asombran de los bocadillos que nuestros hijos dejan tirados en cualquier parte.

La misma miseria que les acompaña es a veces la causa de sucesos trágicos derivados de su pobreza y desarraigo. Pero a nosotros estos hechos nos infunden miedo y a veces odio. Odio al moro, al negro, al que es más pobre, al que mira diferente. Un odio que es miedo, un miedo que surge del desconocimiento.

Acerca de Ismael Álvarez de Toledo

Ismael Álvarez de Toledo (Tomelloso, España, diciembre de 1956) se dedica en exclusiva al periodismo y la literatura, tras ejercer durante más de veinte años como funcionario del Estado. Desde muy joven tiene inquietudes artísticas, escribe cuentos y esbozos literarios. Participa en numerosos encuentros culturales que le permiten desarrollar su capacidad imaginativa e intelectual con jóvenes de la época y, somete a crítica la actualidad política en España, algo que ha venido haciendo en prensa escrita a lo largo de los años. Ha ejercido su labor periodística en varios gabinetes de prensa de la administración. Asiduo colaborador de periódicos y revistas como ABC, Diario Vasco, Tribuna de Albacete, Diario Montañés, Lanza, Pasos, El Ideal de Granada, Canfali, Diario Crítico, etc. Columnista en El Mercurio, La Nación, de Chile, el Caribeño News, el Globo News. Iás Información y Diario Crítico, entre otros. Como comentarista político ha publicado más de setecientos artículos. Es autor, así mismo de numerosos escritos sobre gastronomía y viajes. Diálogo Interior (1994), Diario de una terrorista (2013) son títulos que siguen presentes en los estantes de las librerías, y consolidan una carrera literaria más allá de nuestras fronteras, donde ha recibido importantes galardones literarios. Presidente de la Sociedad Iberoamericana de Escritores. Coordinador General de Encuentros Literarios. Alcaide de honor del Castillo de Peñafiel, en Valladolid. Medalla Fray Luis de León, del Excmo. Ayuntamiento de Belmonte, en Cuenca.
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